La sexualidad en Latinoamericana
está irremediablemente ligada a las diferentes culturas que han reinado sobre
sus pueblos a lo largo de la historia. La manera en que hoy comprendemos y
vivimos nuestra sexualidad no es sino el fruto de los tabúes y costumbres
aprendidas y adaptadas por nuestros antepasados.
Los latinos somos
demostrativos, sensuales, nuestro lenguaje corporal dista mucho de la aparente
frialdad de otras culturas. Nuestros ritmos mestizos, nuestras sangres
mezcladas, nos han dotado de un calor poco común. Nos acompaña el clima en la
mayor parte de nuestros territorios, nos acompañan el calor, la luz y hasta la
pobreza de muchos de nuestros pueblos, que invita a un goce primario de la
vida, y la sexualidad es uno de los placeres básicos del ser humano.
Herencia europea
y la Iglesia Católica
Mientras las culturas precolombinas viven su
sexualidad libremente, en Europa la Iglesia impone mano férrea en la conducta
sexual de España. El control de la sexualidad durante los mil años del
Medioevo europeo marcó usos y costumbres que, hoy, todavía colorean los tabúes
acerca del sexo.
Autoridades episcopales
y monacales rigen el orden en ciudades y campiñas, de este modo queda afectada la sexualidad, que queda encorsetada en el marco del
matrimonio, siendo este rígidamente controlado en sus aspectos más íntimos por
las normas eclesiásticas de cada confesión.
El matrimonio eclesiástico,
entre hombre y mujer, indisoluble y normado, destierra las costumbres bárbaras
del adulterio y del incesto. Relaciones adúlteras, homosexuales, grupales,
masturbación y libertad de juego sexual fueron proscritas en este
nuevo orden sexual cuya finalidad última y bendecida es la procreación. El
derramamiento de semen, la imposibilidad de concebir, las tendencias
homosexuales o el conocimiento carnal por placer son severamente catalogados.
La infidelidad y la virginidad se convierten en dos pilares de la tradición
sexual durante, ni más ni menos, mil años.
Este oscurantismo sexual
pretende y elige la “postura del misionero” tradicional como la recomendada.
Favorece la procreación y estimula menos el placer que otras prácticas. Se
persigue la consumación del matrimonio con un único fin, la descendencia.
No es de extrañar, ya que los
matrimonios, en ese momento, son planeados como alianzas políticas y
económicas, asegurando linajes de comerciantes o casa reales, de la misma
manera en que hoy se producen fusiones empresariales y alianzas
internacionales. La mujer no tiene entidad de derecho, es
un objeto y una moneda de cambio.
Su cuerpo es atesorado como
recipiente de la semilla del varón, ella es la productora de la cría y de ella
dependen, al final, los linajes y esperanzas.
Sin embargo, toda esta normativa
fría, todo este reglamento, no puede contener la naturaleza humana. Si se lucha
denodadamente contra el adulterio, es porque se produce. Si se norma tan
duramente, es porque hay desmanes continuos y naturales. El amor, el deseo, la sensualidad, la excitación, todos estos
aspectos son inherentes al ser humano. No se pueden extinguir.
Así pues, paralelamente a estas
condiciones eclesiásticas, existen los placeres, las amantes, las
cortesanas, las prostitutas, los amores ilícitos, el sexo oral, el sexo homosexual,
la masturbación, la barraganía, el amancebamiento y toda la serie
de tendencias naturales en la sexualidad.
Sexualidad latinoamericana hoy
Somos lo que hemos sido. Curiosamente
nuestra etiqueta de pueblos sensuales está marcada a fuego con la represión de
las costumbre europeas de la Conquista española y portuguesa. Nuestra
naturalidad e inocencia fueron vestidas con la armadura y el corsé de la
Iglesia Católica y el tabú y el prejuicio se instalaron en nuestras camas.
Nuestras
culturas han creado mitos y leyendas como los nombrados por el etnógrafo
Ambrosetti para deslindar responsabilidades en los comportamientos sexuales
“erróneos” y en los deseos eróticos. De este modo hemos culpado al bien dotado
Curupí, al húmedo I-porá y al rubio Yasy-Yateré de nuestros embarazos y huídas
más vergonzantes.
Tenemos un aspecto erótico superficial
notable, pero nuestras sociedades están plagadas de gestos que llenan de
pecaminosidad nuestra sexualidad. No estamos aún abiertos a la libertad de vivir nuestro erotismo de
manera libre y natural. La homosexualidad, la transexualidad, la sexualidad
antes y fuera del matrimonio, las diferentes filias sexuales son acalladas en
un murmullo nervioso y marcadas aún como estigmas sociales. Una de las
funciones naturales para la que estamos diseñados, y que nos es tan necesaria
como comer, dormir o beber, es coartada todavía en el siglo XXI en
Latinoamérica por razones de creencia religiosa y moral heredadas hace 500
años.
Seguimos
manteniendo una doble moral aprendida de los años del Medioevo europeo. Una
cosa es la vida privada y otra la imagen social. Esta disociación resulta
dolorosa y muchísimas veces agraviante para mujeres y niños, que sufren las consecuencias de no
poder hablar y denunciar abusos, o informarse debidamente de cuáles son sus
derechos y libertades.
Mientras tanto, nuestros vecinos anglosajones,
europeos y asiáticos investigan y experimentan sus sexualidades desde ángulos
increíbles a nuestra mirada. Ellos, con su aspecto más frío y distante, se
relacionan con su aspecto erótico de una manera libre, en la intimidad, sin
permitir que tabúes sociales impuestos los persigan hasta debajo de la cama, o
encima, en este caso.
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